Jaime “Mongo” Gallego: la sonrisa que iluminaba el Nordeste Antioqueño

por: Camilo Gómez, Periferia Prensa

La muerte en Colombia tiene nombres, fechas y coordenadas. Pero hay asesinatos que pesan más, que hieren más, que desgarran más. La muerte de Jaime «Mongo» Gallego no es solo la de un hombre, sino la de un pedazo del Nordeste Antioqueño, un golpe directo a la memoria y al corazón de una región que ha sabido resistir con uñas y dientes a la barbarie impuesta por el poder y la codicia.

Jaime «Mongo» Gallego no era un desconocido. Era un líder, un campesino, un minero artesanal, un organizador, un defensor de los derechos humanos. Pero, sobre todo, era un hombre del pueblo, de esos que no nacen para obedecer ni para callar. En Segovia, en Vegachí, en Remedios, su nombre era sinónimo de lucha. Y lo mataron, como han matado a tantos otros en estas tierras donde la vida vale menos que una onza de oro.

Matar la esperanza

Su cuerpo fue hallado en la vereda El Jabón de Vegachí, Antioquia, como tantos otros que han sido encontrados en los caminos polvorientos de este país ensangrentado. La noticia corrió como un relámpago entre mineros, campesinos y comunidades enteras. No había dudas: a «Mongo» lo silenciaron porque su voz molestaba, porque su sonrisa encendía esperanzas, porque su terquedad de soñar con justicia era peligrosa para quienes solo entienden el lenguaje del plomo.

Jaime era mucho más que un líder social. Era el alma del Festival de la Gigantona, esa fiesta que más que celebración es un acto de resistencia y memoria, un grito de identidad de los mineros del Nordeste Antioqueño. Con su alegría y compromiso, hizo del festival un refugio para la memoria de su gente, un espacio donde la historia de los que han sido perseguidos y asesinados no se borraba, sino que se transformaba en danza, en teatro, en gritos que se niegan a desaparecer.

Jaime no se conformaba con sobrevivir. No le bastaba con esquivar el miedo y seguir adelante con la cabeza gacha, como quieren los de arriba. Él creía en la dignidad, en la posibilidad de construir un mundo mejor desde su propia tierra, desde su gente. Y eso lo hacía peligroso. Un pueblo con memoria y dignidad es un pueblo que no se deja arrodillar. Y eso, para los que gobiernan con fusiles y discursos vacíos, es imperdonable.

En este país, la alegría organizada también es una amenaza. La cultura, cuando es del pueblo y para el pueblo, se convierte en un peligro para los que gobiernan con balas y decretos. No es casualidad que a Jaime lo mataran. No fue un crimen aislado. Fue un asesinato sistemático, como los cientos de líderes que han caído en esta guerra no declarada contra la resistencia popular.

Pero ¿quiénes lo mataron? No es difícil saberlo. En Colombia la impunidad es la regla, y los asesinatos de líderes sociales siempre quedan flotando en la maraña burocrática de la «justicia». Pero sabemos cómo funciona el terror en estas tierras. Sabemos que la persecución a los mineros artesanales no es un evento aislado. Mientras el Estado persigue y asesina a los que trabajan la tierra y extraen oro con sus propias manos, las multinacionales mineras avanzan como plagas, destrozando montañas, envenenando ríos, desplazando comunidades enteras.

Jaime no era un criminal. No era un enemigo del pueblo. Todo lo contrario. Pero en este país, defender la vida y el territorio es más peligroso que empuñar un fusil. En Colombia, un minero artesanal tiene más probabilidades de ser perseguido que un banquero lavador de dinero. Un líder campesino tiene más posibilidades de ser asesinado que un político corrupto.

El gobierno, con su cinismo de siempre, dirá que «lamenta profundamente el asesinato de Jaime Gallego», que «se investigará hasta las últimas consecuencias». Sabemos bien qué significan esas palabras. No significan nada. Son los mismos discursos fríos y burocráticos que han seguido a cada una de las muertes de los más de mil líderes sociales asesinados en las últimas dos décadas. Palabras que no traerán de vuelta a Jaime. Palabras que no calman el dolor de su familia, de sus compañeros, de su pueblo.

La pregunta que queda es la de siempre: ¿quién se beneficia con la muerte de Jaime? ¿Quién gana con su ausencia? ¿A quién le estorbaba su voz, su liderazgo, su capacidad de convocar a la gente, de hacer comunidad, de mantener viva la memoria?

Sabemos la respuesta, aunque se empeñen en disfrazarla de misterio. Lo mataron los mismos de siempre. Los que han hecho de la violencia su herramienta para perpetuarse en el poder. Los que temen a los hombres y mujeres que no bajan la cabeza. Los que han convertido el asesinato en una estrategia política.

Pero hay algo que los asesinos de Jaime nunca entenderán: a un hombre como «Mongo» no se le mata del todo. Su sonrisa quedará en la memoria de los que lo conocieron, su lucha seguirá en cada minero que defienda su derecho a trabajar la tierra sin ser criminalizado, en cada campesino que se niegue a ser desplazado, en cada joven que entienda que la cultura es una forma de resistencia.

Jaime seguirá vivo en las luchas por los derechos, en el Festival de la Gigantona, en cada tambor que retumbe, en cada danza que recuerde a los que han caído, en cada voz que se alce contra la injusticia.

Y aunque el miedo y el dolor amenacen con paralizarnos, su ejemplo nos obliga a seguir. Porque la muerte de Jaime no puede ser en vano. Su asesinato no puede quedar impune. Su vida, su lucha, su sonrisa, deben convertirse en un llamado a la resistencia.

Nos están matando, sí. Pero aún no nos han vencido.

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